Éxodo 2:11-3:22
Huida de Moisés a Madián
211 Un día, cuando ya Moisés era mayor de edad, fue a ver a sus hermanos de sangre y pudo observar sus penurias. De pronto, vio que un egipcio golpeaba a uno de sus hermanos, es decir, a un hebreo.
12 Miró entonces a uno y otro lado y, al no ver a nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena.
13 Al día siguiente volvió a salir y, al ver que dos hebreos peleaban entre sí, le preguntó al culpable: —¿Por qué golpeas a tu compañero?
14 —¿Y quién te nombró a ti gobernante y juez sobre nosotros? —respondió aquél—. ¿Acaso piensas matarme a mí, como mataste al egipcio? Esto le causó temor a Moisés, pues pensó: «¡Ya se supo lo que hice!»
15 Y, en efecto, el faraón se enteró de lo sucedido y trató de matar a Moisés; pero Moisés huyó del faraón y se fue a la tierra de Madián, donde se quedó a vivir[2] junto al pozo.
16 El sacerdote de Madián tenía siete hijas, las cuales solían ir a sacar agua para llenar los abrevaderos y dar de beber a las ovejas de su padre.
17 Pero los pastores llegaban y las echaban de allí. Un día, Moisés intervino en favor de ellas: las puso a salvo de los pastores y dio de beber a sus ovejas.
18 Cuando las muchachas volvieron a la casa de Reuel, su padre, éste les preguntó: —¿Por qué volvieron hoy tan temprano?
19 —Porque un egipcio nos libró de los pastores —le respondieron—. ¡Hasta nos sacó el agua del pozo y dio de beber al rebaño!
20 —¿Y dónde está ese hombre? —les contestó—. ¿Por qué lo dejaron solo? ¡Invítenlo a comer!
21 Moisés convino en quedarse a vivir en casa de aquel hombre, quien le dio por esposa a su hija Séfora.
22 Ella tuvo un hijo, y Moisés le puso por nombre Guersón,[3] pues razonó: «Soy un extranjero en tierra extraña.»
23 Mucho tiempo después murió el rey de Egipto. Los israelitas, sin embargo, seguían lamentando su condición de esclavos y clamaban pidiendo ayuda. Sus gritos desesperados llegaron a oídos de Dios,
24 quien al oír sus quejas se acordó del pacto que había hecho con Abraham, Isaac y Jacob.
25 Fue así como Dios se fijó en los israelitas y los tomó en cuenta.
Moisés y la zarza ardiente
31 Un día en que Moisés estaba cuidando el rebaño de Jetro, su suegro, que era sacerdote de Madián, llevó las ovejas hasta el otro extremo del desierto y llegó a Horeb, la montaña de Dios.
2 Estando allí, el ángel del Señor se le apareció entre las llamas de una zarza ardiente. Moisés notó que la zarza estaba envuelta en llamas, pero que no se consumía,
3 así que pensó: «¡Qué increíble! Voy a ver por qué no se consume la zarza.»
4 Cuando el Señor vio que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: —¡Moisés, Moisés! —Aquí me tienes —respondió.
5 —No te acerques más —le dijo Dios—. Quítate las sandalias, porque estás pisando tierra santa.
6 Yo soy el Dios de tu padre. Soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Al oír esto, Moisés se cubrió el rostro, pues tuvo miedo de mirar a Dios.
7 Pero el Señor siguió diciendo: —Ciertamente he visto la opresión que sufre mi pueblo en Egipto. Los he escuchado quejarse de sus capataces, y conozco bien sus penurias.
8 Así que he descendido para librarlos del poder de los egipcios y sacarlos de ese país, para llevarlos a una tierra buena y espaciosa, tierra donde abundan la leche y la miel. Me refiero al país de los cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos.
9 Han llegado a mis oídos los gritos desesperados de los israelitas, y he visto también cómo los oprimen los egipcios.
10 Así que dispónte a partir. Voy a enviarte al faraón para que saques de Egipto a los israelitas, que son mi pueblo.
11 Pero Moisés le dijo a Dios: —¿Y quién soy yo para presentarme ante el faraón y sacar de Egipto a los israelitas?
12 —Yo estaré contigo —le respondió Dios—. Y te voy a dar una señal de que soy yo quien te envía: Cuando hayas sacado de Egipto a mi pueblo, todos ustedes me rendirán culto[1] en esta montaña.
13 Pero Moisés insistió: —Supongamos que me presento ante los israelitas y les digo: “El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes.” ¿Qué les respondo si me preguntan: “¿Y cómo se llama?”
14 —Yo soy el que soy[2] —respondió Dios a Moisés—. Y esto es lo que tienes que decirles a los israelitas: “Yo soy me ha enviado a ustedes.”
15 Además, Dios le dijo a Moisés: —Diles esto a los israelitas: “El Señor,[3] el Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes. Éste es mi nombre eterno; éste es mi nombre por todas las generaciones.”
16 Y tú, anda y reúne a los ancianos de Israel, y diles: “El Señor, el Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se me apareció y me dijo: ‘Yo he estado pendiente de ustedes. He visto cómo los han maltratado en Egipto.
17 Por eso me propongo sacarlos de su opresión en Egipto y llevarlos al país de los cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos. ¡Es una tierra donde abundan la leche y la miel!’ ”
18 Los ancianos de Israel te harán caso. Entonces ellos y tú se presentarán ante el rey de Egipto y le dirán: “El Señor, Dios de los hebreos, ha venido a nuestro encuentro. Déjanos hacer un viaje de tres días al desierto, para ofrecerle sacrificios al Señor nuestro Dios.”
19 Yo sé bien que el rey de Egipto no va a dejarlos ir, a no ser por la fuerza.
20 Entonces manifestaré mi poder y heriré de muerte a los egipcios con todas las maravillas que realizaré entre ellos. Después de eso el faraón los dejará ir.
21 Pero yo haré que este pueblo se gane la simpatía de los egipcios, de modo que cuando ustedes salgan de Egipto no se vayan con las manos vacías.
22 Toda mujer israelita le pedirá a su vecina, y a cualquier otra mujer que viva en su casa, objetos de oro y de plata, y ropa para vestir a sus hijos y a sus hijas. Así despojarán ustedes a los egipcios.
Mateo 17:14-27
14 Cuando llegaron a la multitud, un hombre se acercó a Jesús y se arrodilló delante de él.
15 —Señor, ten compasión de mi hijo. Le dan ataques y sufre terriblemente. Muchas veces cae en el fuego o en el agua.
16 Se lo traje a tus discípulos, pero no pudieron sanarlo.
17 —¡Ah, generación incrédula y perversa! —respondió Jesús—. ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme acá al muchacho.
18 Jesús reprendió al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó sano desde aquel momento.
19 Después los discípulos se acercaron a Jesús y, en privado, le preguntaron: —¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?
20 —Porque ustedes tienen tan poca fe —les respondió—. Les aseguro que si tienen fe tan pequeña como un grano de mostaza, podrán decirle a esta montaña: “Trasládate de aquí para allá”, y se trasladará. Para ustedes nada será imposible.[1]
22 Estando reunidos en Galilea, Jesús les dijo: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.
23 Lo matarán, pero al tercer día resucitará.» Y los discípulos se entristecieron mucho.
El impuesto del templo
24 Cuando Jesús y sus discípulos llegaron a Capernaúm, los que cobraban el impuesto del templo[2] se acercaron a Pedro y le preguntaron: —¿Su maestro no paga el impuesto del templo?
25 —Sí, lo paga —respondió Pedro. Al entrar Pedro en la casa, se adelantó Jesús a preguntarle: —¿Tú qué opinas, Simón? Los reyes de la tierra, ¿a quiénes cobran tributos e impuestos: a los suyos o a los demás?
26 —A los demás —contestó Pedro. —Entonces los suyos están exentos —le dijo Jesús—.
27 Pero, para no escandalizar a esta gente, vete al lago y echa el anzuelo. Saca el primer pez que pique; ábrele la boca y encontrarás una moneda.[3] Tómala y dásela a ellos por mi impuesto y por el tuyo.
Salmo 22:1-18
1 Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Lejos estás para salvarme, lejos de mis palabras de lamento.
2 Dios mío, clamo de día y no me respondes; clamo de noche y no hallo reposo.
3 Pero tú eres santo, tú eres rey, ¡tú eres la alabanza de Israel!
4 En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste;
5 a ti clamaron, y tú los salvaste; se apoyaron en ti, y no los defraudaste.
6 Pero yo, gusano soy y no hombre; la gente se burla de mí, el pueblo me desprecia.
7 Cuantos me ven, se ríen de mí; lanzan insultos, meneando la cabeza:
8 «Éste confía en el Señor, ¡pues que el Señor lo ponga a salvo! Ya que en él se deleita, ¡que sea él quien lo libre!»
9 Pero tú me sacaste del vientre materno; me hiciste reposar confiado en el regazo de mi madre.
10 Fui puesto a tu cuidado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre mi Dios eres tú.
11 No te alejes de mí, porque la angustia está cerca y no hay nadie que me ayude.
12 Muchos toros me rodean; fuertes toros de Basán me cercan.
13 Contra mí abren sus fauces leones que rugen y desgarran a su presa.
14 Como agua he sido derramado; dislocados están todos mis huesos. Mi corazón se ha vuelto como cera, y se derrite en mis entrañas.
15 Se ha secado mi vigor como una teja; la lengua se me pega al paladar. ¡Me has hundido en el polvo de la muerte!
16 Como perros de presa, me han rodeado; me ha cercado una banda de malvados; me han traspasado[1] las manos y los pies.
17 Puedo contar todos mis huesos; con satisfacción perversa la gente se detiene a mirarme.
18 Se reparten entre ellos mis vestidos y sobre mi ropa echan suertes.
Proverbios 5:7-14
7 Pues bien, hijo mío, préstame atención y no te apartes de mis palabras.
8 Aléjate de la adúltera; no te acerques a la puerta de su casa,
9 para que no entregues a otros tu vigor, ni tus años a gente cruel;
10 para que no sacies con tu fuerza a gente extraña, ni vayan a dar en casa ajena tus esfuerzos.
11 Porque al final acabarás por llorar, cuando todo tu ser[2] se haya consumido.
12 Y dirás: «¡Cómo pude aborrecer la corrección! ¡Cómo pudo mi corazón despreciar la disciplina!
13 No atendí a la voz de mis maestros, ni presté oído a mis instructores.
14 Ahora estoy al borde de la ruina, en medio de toda la comunidad.»